• Dolió…

    Lo que más me dolió
    fue que no te doliera.

    O al menos, así parecía.
    Y no es que yo quisiera verte sufrir,
    o que me de placer el dolor ajeno.

    Pero me hubiera consolado un poco
    ver que estabas sintiendo un poquito
    de lo que yo sentía.

    Pero tú te mantenías seca
    y un poco sarcástica
    y yo aprendí a vivir y a querer sin ti.

    Y ahora que me dices
    que te dolió mucho,
    yo te digo
    que te vayas…
    a otro perro con ese hueso.

  • La vieja caja en la que guardaba tu lencería

    Se nos quedaron en el tintero de la vida
    un millón de planes que ya no realizamos…

    Me mira desde el clóset
    una caja llena de lencería
    todavía nueva
    que ya no alcancé a regalarte…

    Y hay un par de restaurantes en Oaxaca
    que se quedaron con ganas
    de verme besarte…

    Paseos nunca hechos;
    lugares que jamás visitaremos;
    promesas que ya no nos haremos;
    algunas canciones que estaba aprendiendo
    y que tendré que tocarle a otra
    en mi guitarra.

    Tres bocetos de retratos,
    un sin fin de confesiones
    y una vida entera de poemas
    y de cuentos
    que ya nunca escribiré
    y que ya jamás leerás…

    Quiera el cielo
    que nunca llegues a enterarte
    de todo lo que dejaste.

    No fuera a ser, que corriendo
    vengas de regreso,
    cuando esa caja que está en el clóset
    está guardando ahora
    solamente ropa de invierno.

  • Cuando encuentren tus cartas…

    Nunca me deshice de tus cartas,
    desobedeciendo lo que decían los psicólogos, los terapeutas y los grandes gurús de la mejora personal.

    No las quemé, no las borré, no las tiré.

    Pero tampoco las leo.

    Ya no tengo energías para leer en esas cartas,
    cuánto me quieres, todo lo que me amas y cómo me deseas…

    Ya no tengo fuerzas para leer
    todo lo que me vas a hacer ahora que me veas,
    y cómo me vas a hacer sentir,
    y todos los planes que tienes para nosotros…

    Ya no…

    Pero tampoco he tenido las fuerzas para botarlas.

    Están por ahí guardadas.

    Las encontrará alguien
    entre mis cosas
    cuando yo muera.

    Guardadas con mis tesoros y mis secretos.

    Quizás esa persona que las encuentre,
    las haga a un lado sin darles importancia
    y las tire, simplemente, al tambo de la basura
    sin darse cuenta siquiera de lo que son.

    Pero
    si tiene la curiosidad de leerlas,
    se sorprenderá, seguramente, de lo ardiente
    y sexualmente explícita
    que era esa Mariela, de la que yo nunca hablé.

    Se enterará, escandalizada,
    de las grandes aventuras que Mariela me dio
    en la cama,
    en el cine,
    en el autobús,
    y en el parque,
    solo por nombrar algunos lugares…

    Inevitablemente, si sigue leyendo,
    se convertirá en una experta
    acerca de cómo le gustaba a Mariela
    que le comieran el coño
    y de cómo no dudaba en pedirlo
    y explicarlo a detalle.
    Y se preguntará, estoy seguro,
    “Si tanto se querían y tan bien se llevaban, ¿porqué se habrán separado?”

    Esa es la pregunta que yo todavía me estoy haciendo…

  • La puerta que nos separa

    Me hubiera gustado guardarte dentro de mi corazón,
    protegerte dentro de mi amor,
    para tenerte ahí guardada toda la vida,
    amándote,
    amándonos.

    Para mirar tus ojos todos los días,
    y decirte entre besos que me encantas,
    que te adoro.

    Pero el amor no es una prisión.

    Las puertas estaban abiertas,
    como debía de ser,
    así que un día tomaste tus cosas
    y te marchaste.

    Hay días que miro a la puerta,
    ahora cerrada por dentro,
    preguntándome si algún día
    vendrás a tocarla de nuevo.

  • Tristezas

    Dicen que lo mio es la melancolía,
    que no la alegría.

    Que lo mío es extrañarte
    y no tenerte.

    Que vivo mucho del pasado
    y poco del presente.

    Yo digo
    que en la melancolía
    hay alegría;
    que cada vez que te recuerdo,
    te tengo,
    y que viviendo del pasado,
    voy construyendo mi presente.

  • Te vas haciendo mía

    Me encanta ver
    cómo te vas haciendo mía…

    Me gusta ver esos ojos bien abiertos,
    expectantes y atentos,
    llenos de deseo,
    esperando a que entre dentro tuyo
    mientras tus manos me atrapan por la cintura
    y yo estoy sobre ti.

    Me gusta verte con las piernas bien abiertas
    y con tu sexo depilado
    brillando con las mieles
    de tu excitación.

    Me gusta ver cómo cierras
    de pronto tus ojos,
    echas la cabeza hacia atrás
    y dejas escapar, apenas audible,
    el primer gemido de la faena
    cuando finalmente entro
    lento, pero completo, a fondo.

    Y me gusta ver cómo tu cabeza
    vuelve a su lugar
    aún con los ojos cerrados,
    pero con un nuevo
    y más audible gemido,
    cuando salgo totalmente,
    dejándote vacía de mí,
    pero llena de deseo.

    Y me gusta ir repitiendo ese movimiento
    cada vez más duro,
    y cada vez más rápido…
    ver cómo tus ojos se abren enormemente,
    perdiendo la paz…
    ver cómo tu boca se abre formando una “O”,
    como si quisieras devorarme con la boca
    al mismo tiempo que lo haces con tu sexo.

    De repente
    ya tu frente está brillando de tu sudor
    y tus labios están más rojos que nunca,
    quizás porque has estado mordiéndote
    la parte inferior.

    Sin piedad, pongo tus piernas sobre mis hombros
    y entro más a fondo, si es posible.

    Me parece sentir el techo de tu interior,
    y tu repentino jadeo, quiero pensar que lo confirma.

    Sigo bombeando furiosamente
    y tú te estiras
    con esa elasticidad imposible
    para besar brevemente mis labios.

    Me encanta verte entregada en el momento,
    con tus piernas y tus nalgas al aire
    recibiéndome totalmente.

    No sabes qué hacer con tus manos
    las pones en mi pecho,
    intentas abrazarme,
    intentas abrirte las nalgas,
    te acaricias los senos
    y finalmente
    las abandonas a cada lado de la cama
    mientras te entregas a entregarte.

    El cuarto ya huele a sexo,
    nuestras pieles están empapadas
    de sudor y excitación
    y es imposible ignorar el ruido
    del golpe seco, como una nalgada,
    que se produce,
    cada vez que nuestros cuerpos
    se encuentran otra vez,
    en una nueva estocada.

    Y completando ese golpe rítmico
    están tus gemidos, quejas y jadeos,
    cada vez más fuertes, cada vez que te embisto.

    Van aderezados con alguna ocasional mala palabra,
    complementada con mi nombre,
    pronunciado entre jadeos.

    Y así te vas haciendo mía,
    y yo tuyo, no lo niego,
    hasta que explotamos,
    algunas veces juntos,
    antes de caer agotados
    en esa cama ya totalmente mojada.

  • Elegí irme

    En las frías tardes del invierno de mi vida,
    te recuerdo.

    En las tristes noches del ocaso de mis días,
    te añoro.

    En los lúgubres y oscuros rincones de mi alma,
    te deseo.

    En los desolados paisajes que conforman mi gris existencia,
    desde mis sombríos caminos y mis apagadas estancias,
    te pienso.

    Y sin embargo, sigo.

    Solo, pero erguido.

    Triste, y sonriendo.

    Mirando hacia delante, porque ya no tengo paciencia,
    ni espíritu, ni deseo, ni inclinación,
    para siquiera pensar en mirar atrás.

    Elegí irme, para elegirme.

  • Tú ven, y bésame

    A mí no me mandes un mensaje de texto que diga “Buenos días”.

    A mí ven, y hazme los días buenos con tus caricias,
    mientras fabricamos una mañana memorable.

    A mí no me pongas un mensajillo que diga “muchos besos”.

    Yo quiero tus besos aquí y ahora, con la urgencia de nuestra pasión,
    con la humedad de tu deseo.

    Y sí, si quiero muchos.

    Es más, la palabra “muchos”
    se queda corta
    cuando pienso en todos los que te daré
    y todos los que tomaré.

    Y es que no todos los días
    sirvo para el amor a distancia, mi cielo.

    Hay veces (y son muchas) en que mis ansias
    reclaman con urgencia tu presencia
    para darme todo eso
    que a veces me prometes por mensajes.

  • Preguntas

    ¿Y qué tal si todavía hay un “mañana por la mañana” para nosotros?

    ¿Qué tal si todavía nos quedan algunos amaneceres juntos?

    Mañanas de despertar juntos, abrazados, desnudos, cansados de habernos hecho el amor toda la noche y de haber consumido nuestros cuerpos, nuestros deseos y nuestra sed hasta que saliera el sol.

    ¿Qué tal si aún hay en nuestro destino un otoño, de lentas mañanas, para querernos y amarnos? ¿Un otoño de cafecitos de olla, de panes de concha, y de besos con frío, junto al fuego de la cocina?

    Si aún tenemos reservadas algunas mañanas de caminar abrazados, mirando al sol y a mi perro correr adelante de nosotros… si aún tenemos algunas de esas… ¿te animarías a vivirlas conmigo?

  • Diálogo en un café

    – ¿Y a que has venido? – me preguntó, plantándose frente a mi mesa.
    – ¿Perdón?
    – Te pregunté que a qué has venido – respondió. Se le veía un poco enojada.
    – Vine a tomar un café. Me imagino que tú también.
    – ¿Estás esperando a otra mujer? – me preguntó, cruzándose de brazos.
    – Estoy esperando a alguien, sí – le dije, simplemente.
    – Pues no me parece bien que traigas a otra mujer aquí. Este era nuestro café.
    – Para empezar, Silvia – le respondí, empezando a perder la paciencia – éste, nunca fue “nuestro café”. Era, y es, el café de Don Matías, que ahí sigue, míralo, atendiendo tan tranquilo en la caja…
    – Sabes lo que quiero decir – me interrumpió.
    – Sé exactamente lo que quieres decir y te repito que éste nunca fue nuestro café. Al café de Don Matías puede venir cualquier persona, incluyéndote a ti o a mí.
    – O a otra mujer.
    – No es “otra” mujer. Es “mi” mujer.
    – Yo era tu mujer.
    – ¡Pero ya no lo eres! Escogiste irte.
    – Y ahora resulta que yo soy la otra.
    – No eres la “otra” mujer. Para que fueras la otra mujer, tendría que haber algo entre tú y yo, y ya no hay nada. Eres “una” mujer. Una mujer más en el café, eso es todo.
    – Pues insisto en que no deberías traerla aquí, por respeto a lo nuestro.
    – No hay un “nuestro”.
    – Pero hubo…
    – Los muertos deben ser respetados, Silvia, siempre y cuando no interfieran con el goce de los vivos…

  • Recuerdos de ese cuartito de hotel

    Cuando finalmente estabas desnuda,
    en nuestro cuartito de hotel,
    me gustaba recorrerte con todos mis sentidos…

    Me gustaba recorrerte con mis ojos,
    ver tus piernas, enfundadas en esas medias con liguero
    y ver esa lencería que te habías puesto para mí.

    Ingenuo yo, me sentía cazador, cuando claramente
    había sido la presa.

    Me gustaba recorrerte con la punta de mis dedos;
    sentir como tu piel se erizaba
    y tú temblabas un poco, cerrando los ojos,
    al sentir mis caricias recorrer tus senos, tus pezones,
    tu abdomen y el recortado vello entre tus piernas.

    Me gustaba recorrerte con mi lengua
    probar el sabor de tu sudor sobre tus senos,
    mientras hacíamos el amor,
    y perder mi lengua en el manantial de tu sexo
    donde saciaba mi sed y todos mis anhelos.

    Hoy te recorro en el recuerdo,
    quizás mucho menos intenso,
    pero más libre.

  • Estaciones

    Nos conocimos en la primavera de nuestro deseo.

    Todo parecía apuntar
    a que tendríamos un amor evidente,
    omnipresente,
    y, nosotros pensábamos,
    sempiterno e invencible.

    Te enamoraste de…
    yo no sé de qué,
    de esas cosas que ven las mujeres…
    de que te hacía reír,
    quizás,
    o de las cartas que te escribía,
    tal vez,
    o de aquel famoso helado que te compré
    el día que estabas triste.

    Me enamoré
    de esos ojos enormes
    que opacaban el sol
    cuando sonreías;
    de que te gustaran mis letras, y
    de la forma pasional
    que tenías para hacerme el amor.

    Y esos deseos que teníamos, tuvieron un largo verano.

    De décadas enteras,
    en las que no nos cansamos de hacernos el amor,
    de reír,
    y de encontrarle encantos a una vida juntos.

    Pero llegó el otoño,
    bajaron los calores,
    se fueron apagando las espontáneas sonrisas
    y los momentos de pasión
    se fueron haciendo rutina.

    Ya no me amabas en el invierno,
    aunque dijeras que aún lo hacías…
    No había luces, ni flores, ni sonrisas, ni mariposas…

    Llegó la inevitable nieve y el frío apagó esos fuegos
    que habíamos imaginado invencibles y perpetuos.

    Te fuiste, pensando que me quedaría.

    Volviste y te sorprendiste de no encontrarme,
    ya la nieve había cubierto mis pisadas…

    Y hoy vivimos los días cortos
    y las noches largas…
    pero sabiendo
    muy dentro nuestro
    que llegará de nuevo
    la ineludible primavera…