– ¿Y a que has venido? – me preguntó, plantándose frente a mi mesa.
– ¿Perdón?
– Te pregunté que a qué has venido – respondió. Se le veía un poco enojada.
– Vine a tomar un café. Me imagino que tú también.
– ¿Estás esperando a otra mujer? – me preguntó, cruzándose de brazos.
– Estoy esperando a alguien, sí – le dije, simplemente.
– Pues no me parece bien que traigas a otra mujer aquí. Este era nuestro café.
– Para empezar, Silvia – le respondí, empezando a perder la paciencia – éste, nunca fue “nuestro café”. Era, y es, el café de Don Matías, que ahí sigue, míralo, atendiendo tan tranquilo en la caja…
– Sabes lo que quiero decir – me interrumpió.
– Sé exactamente lo que quieres decir y te repito que éste nunca fue nuestro café. Al café de Don Matías puede venir cualquier persona, incluyéndote a ti o a mí.
– O a otra mujer.
– No es “otra” mujer. Es “mi” mujer.
– Yo era tu mujer.
– ¡Pero ya no lo eres! Escogiste irte.
– Y ahora resulta que yo soy la otra.
– No eres la “otra” mujer. Para que fueras la otra mujer, tendría que haber algo entre tú y yo, y ya no hay nada. Eres “una” mujer. Una mujer más en el café, eso es todo.
– Pues insisto en que no deberías traerla aquí, por respeto a lo nuestro.
– No hay un “nuestro”.
– Pero hubo…
– Los muertos deben ser respetados, Silvia, siempre y cuando no interfieran con el goce de los vivos…
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