Nunca me deshice de tus cartas,
desobedeciendo lo que decían los psicólogos, los terapeutas y los grandes gurús de la mejora personal.
No las quemé, no las borré, no las tiré.
Pero tampoco las leo.
Ya no tengo energías para leer en esas cartas,
cuánto me quieres, todo lo que me amas y cómo me deseas…
Ya no tengo fuerzas para leer
todo lo que me vas a hacer ahora que me veas,
y cómo me vas a hacer sentir,
y todos los planes que tienes para nosotros…
Ya no…
Pero tampoco he tenido las fuerzas para botarlas.
Están por ahí guardadas.
Las encontrará alguien
entre mis cosas
cuando yo muera.
Guardadas con mis tesoros y mis secretos.
Quizás esa persona que las encuentre,
las haga a un lado sin darles importancia
y las tire, simplemente, al tambo de la basura
sin darse cuenta siquiera de lo que son.
Pero
si tiene la curiosidad de leerlas,
se sorprenderá, seguramente, de lo ardiente
y sexualmente explícita
que era esa Mariela, de la que yo nunca hablé.
Se enterará, escandalizada,
de las grandes aventuras que Mariela me dio
en la cama,
en el cine,
en el autobús,
y en el parque,
solo por nombrar algunos lugares…
Inevitablemente, si sigue leyendo,
se convertirá en una experta
acerca de cómo le gustaba a Mariela
que le comieran el coño
y de cómo no dudaba en pedirlo
y explicarlo a detalle.
Y se preguntará, estoy seguro,
“Si tanto se querían y tan bien se llevaban, ¿porqué se habrán separado?”
Esa es la pregunta que yo todavía me estoy haciendo…
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