• ¿Cómo le explico a mi perrito?

    Era pequeñita
    y pesaba poco,
    lo que hacía una delicia cargarla,
    cuando nos “portábamos mal”,
    que era como le gustaba decirle
    a nuestra forma de hacer el amor.

    Quizás porque nunca hubo
    ninguna iglesia que bendijera
    nuestras uniones.

    Le gustaba cocinar
    y pasaba horas en la cocina,
    siempre preparando nuevas aventuras.

    Pero odiaba limpiar
    y asumía que yo me haría cargo de ello.

    Hablaba fuerte y mucho
    y reía todo el tiempo.

    Me gustaba, por las mañanas,
    amanecer besando su primera sonrisa
    del día.

    Por las noches caminaba de prisa por la casa
    siempre sonriendo
    cubierta solo por una vieja camiseta mía
    que le llegaba casi hasta las rodillas,
    pero que tenía el cuello flojo y desgastado
    y hacia poco por cubrir sus pequeños senos
    que se mostraban, generosos,
    cuando se inclinaba para servirme la cena.

    Esa camiseta que aún huele a ella…

    Los domingos por la tarde
    me pasaba la guitarra
    y me exigía sus canciones favoritas,
    que cantaba conmigo
    casi siempre en voz baja,
    y a veces, después de un par de tequilas,
    a voz en cuello
    y con despecho de cantina.

    En las reuniones con amigos
    se sentaba en mis piernas
    y me gustaba pasar mis manos
    por sus piernas,
    disfrutando sus sonrisas.

    Se fue la mañana de un sábado.

    Era una mañana perfecta
    para pasarla haciendo el amor en nuestra cama.

    Pero ella había decidido
    que las rutas de nuestras vidas
    no coincidían; que pensábamos diferente
    en “los temas importantes”;
    el número de hijos;
    dónde y cómo vivir;
    y cómo hacernos viejos.

    Me dijo adiós
    con un apretón de manos,
    sin mirarme a los ojos.

    Se puso de rodillas
    para acariciar por un rato a mi perro.

    Le susurró cosas al oído
    mientras él le lamía el rostro.

    El pobrecillo estaba ansioso.

    Lloraba y agitaba la cola; presentía la despedida.

    Aún la espera por las tardes,
    con la pelota con la que jugaban en la boca.

    Y duele decirle, cada día,
    otra vez, en un ciclo infinito,
    que ella ya no llega a jugar
    por las tardes.

  • Solo hay una vida ¡Vívela!

    Y me quedé pensando
    que hay relaciones que duran por siempre,
    y sin embargo
    siempre estuvieron muertas.

    Relaciones donde uno amó,
    pero no lo amaron.

    O al revés.

    Relaciones donde uno de los dos
    era narcisista, o psicópata o algo peor…

    Relaciones donde las parejas
    no vivían juntas;
    iban muriendo juntas.

    Y esas relaciones,
    muertas desde el principio,
    a veces duran para siempre.

    Aunque la persona se haya ido
    el recuerdo te persigue,
    la ausencia vive contigo
    tomando el lugar de
    lo que fue esa presencia;
    te levantas y te vistes cómo piensas que le hubiera gustado.

    En el desayuno, te acuerdas de lo que le gustaba.

    Navegas por la vida, usando aún su juicio como tu compás moral.

    Muchos de tus actos y de tus omisiones diarias
    están sujetas a lo que esa persona, y ahora su ausencia
    hubieran pensado o te hubieran recomendado.

    Y te vas por la vida, de la mano de esa ausencia,
    esperando contar algún día de nuevo, con la presencia.

    En una extraña relación eterna…

    Porque tu vida no está completa.

    Porque no estás feliz con lo que eres; con lo que haces.

    Y esa presencia, en su momento y ahora, esa ausencia,
    llenan el vacío de esa falta de una vida feliz.

    ¡Pero solo tienes una vida!

    No la vivas complaciendo a alguien que ya no está.

    ¡Vive, ama, sueña, crece, vuela, cae, sacúdete y vuelve a volar!

    Llena tu vida de cosas y momentos mágicos que te llenen de ilusiones y satisfacciones. ¡Vive para ti!

    Que cuando acabe este viaje, ya no habrá otro.

    No le regales tu vida a un recuerdo triste que ya no volverá.

  • No llega nunca el olvido…

    No llega nunca el olvido…

    Se evade siempre,
    hasta el siguiente día,
    hasta el siguiente recuerdo.

    No llega nunca el olvido.

    Promete redención y consuelo;
    días más soleados y tardes más calientes;
    y amores nuevos,
    más fuertes y más grandes.

    Pero se tarda en llegar.

    Invariablemente,
    pide un poquito más de paciencia.

    Latinoamericano, al fin,
    promete un “al ratito”, un “ya merito” o un “ahoritita”
    y se va dilatando,
    como se dilata
    el paso de una vida sin ilusiones,
    ni consuelo.

    No llega nunca el olvido.

    Acaso llegue
    tomado de la mano de la muerte
    cuando ya no quede nada por vivir,
    y poco por sonreír.

  • Habrá que explicarles…

    Y ahora hay que explicarles a los ojos
    que nunca más volverán a verte
    ni volverán a ver los tuyos…

    Hay que explicarles a los labios
    que nunca más volverán a besarte
    ni a recibir tus besos.

    Toca explicar a las manos
    que nunca más podrán acariciarte
    aunque mueran por tenerte.

    Y a mis ganas perras de quererte
    que nuestro tiempo ha pasado ya,
    mucho antes de que yo empezara a darme cuenta…

  • Ese cuartito de hotel…

    Ese cuartito de hotel
    que fue testigo
    de cómo te ibas desnudando
    para mí,
    mientras me bailabas,
    sonriendo…

    Ese cuartito de hotel
    que me vio separar tus piernas
    para clavar mi lengua
    en tu parte más íntima,
    mientras tú hacías
    ese delicioso coctel
    de malas palabras,
    invocaciones celestiales
    y mi nombre,
    acabando siempre con un gemido
    que era casi un grito
    y que a veces ahogabas
    mordiendo una almohada…

    Ese cuartito de hotel
    que me vio ponerte en cuatro
    y tomarte de la cintura
    o de la cola de caballo
    para irte dominando
    en ese vaivén delicioso
    de nuestros cuerpos
    haciéndonos el amor…

    Ese cuartito de hotel
    que nos vio salir de noche
    desnudos
    a su balcón
    para tomarnos una botella de vino a oscuras
    y acabar haciendo el amor
    sobre el cobertor en el piso
    para no sentir en la espalda
    el frío contacto de las baldosas…

    ¿Te acuerdas?

    Buen, pues ese cuartito de hotel
    tan socorrido,
    tan deseado,
    tan discreto,
    está esperándonos, amor.

    ¿Vamos?

  • No, gracias…

    No, gracias.

    Si no vamos a adorarnos
    sin control y sin medida,
    no, gracias.

    Si no vamos a saber defendernos
    uno al otro, a capa y espada,
    de todos y de todo,
    no, gracias.

    Si no estamos listos para abandonarlo todo
    cuando el otro necesite nuestra ayuda,
    o cuando se le ocurra ir de improviso a la playa,
    o cuando simplemente se desnude
    para hacer el amor en la sala a medio día,
    entonces no, gracias.

    No, gracias.

    Si tienes que pensarlo,
    no, gracias.

    Todo lo que no es un “¡sí!”,
    inmediato y gritado con todas las fuerzas
    desde el corazón,
    es en realidad un “no”,
    aunque quieras disfrazarlo
    de un “tengo que pensarlo”.

    No, gracias.

    Si no piensas que es posible
    amarme para siempre,
    de manera sempiterna,
    como yo planeo amarte a ti,
    entonces, no, gracias.

    Si no puedes,
    no sabes
    o no quieres prometerme
    un amor hasta el fin de los tiempos…

    Entonces, no, muchas gracias,
    pero no.

    Yo voy lejos, mucho más lejos
    de lo que tú puedes ver o imaginar,
    y necesito una mujer
    que sepa querer sin control
    y sin medida.

  • Bésame, amor

    Bésame ahora,
    que aún el amor es fresco
    y el deseo es grande…

    Bésame ahora,
    que la luna está alta
    y las estrellas, ansiosas,
    esperan vernos desnudos…

    Bésame ahora,
    que parece que el mundo se ha detenido,
    para dejarnos vivir en esta noche, este momento eterno.

    Bésame ahora,
    que te ansío y que me ansías
    y que nuestros cuerpos
    se confunden en la noche.

    Bésame ahora…

    ¡Rápido, amor!

    No sea que mañana
    no encontremos ya
    ocasión para besarnos…

  • Llorando…

    Había que llorar,
    así que lloré.

    Había que maldecir tu recuerdo
    así que lo maldije.

    Había que arrancarse tus besos
    de la piel viva,
    así que con las uñas me los rasgué.

    Había que hacer que la piel
    olvidara tus caricias,
    que mis labios olvidaran tu boca,
    y que mi sexo nunca más codiciara
    tu tibia humedad.

    Era cuestión
    si no de olvidarte,
    por lo menos de hacer tu ausencia
    un poco tolerable.

    Llorando, maldiciendo, gritando y arañando,
    pero sobre todo,
    escribiendo.

    Escribiendo memorias, promesas,
    encuentros y desencuentros,
    para exorcizar demonios…

  • Los besos…

    Hay besos y hay besos…

    Y hay un tipo de beso,
    que cuando se otorga,
    en un momento de sinceridad,
    o en un instante de debilidad,
    constituye la confesión implícita
    de un amor verdadero.

    Sí se da en un momento de pasión,
    pero no esa pasión arrebatadora
    que no conoce treguas ni fronteras,
    esa pasión
    del “vamos a coger y quiero ser tu perra”.

    No.

    Se da en un momento de pasión diferente,
    en el que el amor nos inunda y nos desborda
    y sale, incontenible, por nuestros labios,
    que se encuentran con los de la otra persona.
    Es un beso sincero, que empieza tímido
    y, quizás, lleno de culpas, o de dudas,
    y va creciendo a instantes,
    hasta convertirse en una fuerza arrolladora
    que nos ayuda a deshacernos de nuestros temores
    y también de nuestras ropas.

    No hay muchos, de esos besos, en esta vida.

    Esos besos marcan un antes y un después.
    Nos hacen pensar en nuestras vidas
    en términos de
    “antes de ese beso” y
    “después de ese beso”.

    Nos hacen cambiar como personas,
    y a veces, cuando la fortuna nos sonríe,
    también como parejas.

    Se guardan escondidos,
    en nuestros recuerdos más íntimos,
    porque es imposible poder transmitir con palabras
    todo lo que originan; todo lo que desencadenan.

    Son besos que, como ya he dicho en otros textos,
    se recuerdan a solas,
    tomando una taza
    muy caliente de café,
    oyendo la lluvia caer,
    pensando en esa persona que quizás ya se fue,
    y preguntándonos qué habrá sido de ella.

    Yo he vivido esos besos.

    Y espero tener vida suficiente
    para volver a vivir
    aunque sea uno más.

  • La manera en que yo se amar

    Yo sé amar con palabras,
    pero no con billetes…

    Porque palabras bonitas,
    para hacerte sentir lindo,
    tengo siempre…

    Pero billetes grandes
    pa’ gastar en pendejadas
    casi nunca…

    Yo no soy de dar ramos buchones,
    soy de dar besos y abrazos chingones.

    Sé hacer el amor en el coche,
    pero no sé hacer el amor
    para conseguirme un coche.

    No tengo la billetera gorda
    pero volumen no me falta
    en partes harto más interesantes…

    Y bien sabes que es así,
    y siempre lo supiste,
    y si no, dime,
    ¿a qué carajos volviste?

  • Trece mil millones de años…

    Descubrimos
    que nuestros cuerpos
    eran las dos piezas perfectas
    de un rompecabezas único.

    Descubrimos que
    tuvo que esperar el universo
    trece mil millones de años
    y tuvo que esperar la tierra
    ciento diecisiete mil millones
    de seres humanos,
    para que tú y yo
    coincidiéramos,
    en el mismo planeta,
    en la misma época,
    en el mismo país;
    para que nos enamoráramos
    y nos hiciéramos el amor
    y descubriéramos que éramos
    perfectos el uno para el otro;
    que no había mayor química que la nuestra;
    que nuestros cuerpos y nuestros sexos
    encajaban uno en el otro,
    hechos a la medida.

    ¡Después, por fin,
    de trece mil millones de años!

    Y lo echaste todo a perder,
    con tus miedos y aprensiones.
    Pero no hay problema,
    en serio que no.

    Total, veremos qué pasa,
    de nuevo,
    en los próximos
    trece mil millones de años…

  • Pendeja…

    Te amé
    en tus momentos más difíciles,
    en tus días más vulnerables.

    Te amé
    cuando no te sentías amada por nadie,
    cuando sentías que se te iba la vida.

    Te amé
    cuando no sabías qué hacer contigo misma,
    mientras luchabas por encontrar un camino.

    Te amé
    en tus mañanas más soleadas,
    en tus días más brillantes.

    Te amé
    cuando triunfabas en la vida,
    y cuando tuviste que retirarte
    a lamerte las heridas.

    Te amé
    de noche y de día,
    en el verano y en el invierno.

    Te amé
    cuando abajo de mí,
    sudando,
    me rogabas que no parara
    y que fuera más rápido
    y más fuerte.

    Te amé
    cuando apretabas
    mi cabeza contra tu sexo
    pidiéndome que no dejara
    de mover mi lengua.

    Dejé de amarte
    cuando me saliste
    con la pendejada del
    “¿Y si mejor seguimos
    solamente como amigos?”