Era pequeñita
y pesaba poco,
lo que hacía una delicia cargarla,
cuando nos “portábamos mal”,
que era como le gustaba decirle
a nuestra forma de hacer el amor.
Quizás porque nunca hubo
ninguna iglesia que bendijera
nuestras uniones.
Le gustaba cocinar
y pasaba horas en la cocina,
siempre preparando nuevas aventuras.
Pero odiaba limpiar
y asumía que yo me haría cargo de ello.
Hablaba fuerte y mucho
y reía todo el tiempo.
Me gustaba, por las mañanas,
amanecer besando su primera sonrisa
del día.
Por las noches caminaba de prisa por la casa
siempre sonriendo
cubierta solo por una vieja camiseta mía
que le llegaba casi hasta las rodillas,
pero que tenía el cuello flojo y desgastado
y hacia poco por cubrir sus pequeños senos
que se mostraban, generosos,
cuando se inclinaba para servirme la cena.
Esa camiseta que aún huele a ella…
Los domingos por la tarde
me pasaba la guitarra
y me exigía sus canciones favoritas,
que cantaba conmigo
casi siempre en voz baja,
y a veces, después de un par de tequilas,
a voz en cuello
y con despecho de cantina.
En las reuniones con amigos
se sentaba en mis piernas
y me gustaba pasar mis manos
por sus piernas,
disfrutando sus sonrisas.
Se fue la mañana de un sábado.
Era una mañana perfecta
para pasarla haciendo el amor en nuestra cama.
Pero ella había decidido
que las rutas de nuestras vidas
no coincidían; que pensábamos diferente
en “los temas importantes”;
el número de hijos;
dónde y cómo vivir;
y cómo hacernos viejos.
Me dijo adiós
con un apretón de manos,
sin mirarme a los ojos.
Se puso de rodillas
para acariciar por un rato a mi perro.
Le susurró cosas al oído
mientras él le lamía el rostro.
El pobrecillo estaba ansioso.
Lloraba y agitaba la cola; presentía la despedida.
Aún la espera por las tardes,
con la pelota con la que jugaban en la boca.
Y duele decirle, cada día,
otra vez, en un ciclo infinito,
que ella ya no llega a jugar
por las tardes.
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