Los vio venir de frente cuando ya era demasiado tarde.
Ella venía colgada del brazo de su nueva pareja. Venía riendo. Le brillaban los ojos y hablaba casi gritando. Indudablemente, estaba irremediablemente enamorada.
Se le vinieron al pecho sentimientos encontrados. Una pequeña satisfacción al verla contenta y una lanza de celos clavada en el corazón por verla contenta… con otro.
Se recordó caminando con ella, precisamente por esta misma calle, el último día. Sin embargo, ¡qué diferentes se veían! Caminaban en silencio, separados. Ella miraba hacia los escaparates de las tiendas y él veía hacia la calle, los autos que pasaban. Habían terminado unas horas después.
¡Mierd@! Qué pequeño, el mundo, ¿no? Tendría que haberse mudado al otro lado de la ciudad. Tendría que haberse ido a otra ciudad. Pero no, no había hecho nada. Y ahora estaba a punto de encontrarse frente a frente con ella, y para colmo, ella venía con el nuevo novio. (Tenía que ser el novio; ella no acostumbraba colgarse así del brazo de cualquier amigo).
Miró a su izquierda y vio una florería. Entró ahí rápido para esconderse y se arrepintió al instante: era el lugar al que solían ir juntos; compraban flores; conversaban con un poco con la dueña; en fin. Cosas de enamorados.
Se consoló pensando que solo estaría ahí un instante. Miró a la calle, esperando verlos pasar.
Un instante después los vio pasar. Pero ella, mujer al cabo, se detuvo a ver las flores. ¡Demonio! Qué inconveniente. Seguía sonriendo. Cuando ella miraba a su pareja, sus ojos pasaban de la boca a los ojos del novio, como pidiendo a callados y fuertes gritos un beso. (Tenía que ser el novio. Ella no miraba así a nadie si no estaba enamorada).
Cuando ella finalmente miró al frente, al fondo de la tienda, desgraciadamente, sus miradas se encontraron. Ella aspiró aire repentinamente, se puso derecha y abrió mucho los ojos. Como quien descubre un fantasma. Y vaya que sí, que había visto uno. El novio (tenía que ser el novio. Nadie más reacciona así) le giró suavemente la cabeza con la mano y le preguntó algo. Seguro, si estaba bien.
Ella bajó la mirada, suspiró y dijo algo. Seguro, que estaba bien.
Casi lo empujó para seguir caminando por la calle, mientras se enjugaba discretamente una lágrima.
Y él se quedó ahí como un estúpido. Cuando miró al mostrador, encontró a la dueña, mirándolo preocupada.
Él tomó una rosa. La miró. Aspiró el aroma un instante.
Qué ridícula le parecía ahora una rosa: es la flor del romance, y la verdad es que en su vida, ya no había romance.
La colocó de nuevo en su lugar. Alzó los ojos y le sonrió discretamente a la dueña del lugar, que, con las manos en el pecho, lo seguía viendo preocupada.
Después salió y siguió su camino, silbando. Con la frente en alto.
Iba andando más ligero.
Había entendido que su pasado estaba escrito en piedra. Pero él no tenía que llevarla sobre sus hombros.
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